Pocos actos jurídicos son objeto de tantos cuestionamientos como el testamento. Seguramente la imposibilidad de consultar a su autor (para desentrañar su última voluntad) explica esa circunstancia. A la cual suelen sumarse otros factores, como la edad del testador, su estado de salud o la situación de necesidad en que pudieren encontrarse los presuntos herederos.
El caso que nos convoca es ilustrativo: porque en la especie el testamento fue otorgado en el hospital –un día domingo– dos días antes del fallecimiento de la testadora.
Las impugnaciones no tardaron en hacerse presentes. Los presuntos damnificados alegaron múltiples objeciones: la ausencia de testigos al momento de la lectura y firma del testamento; la falta de lucidez de la testadora (“desorientada, ansiosa, confusa con alucinaciones”); el interés profesional de la escribana actuante; la omisión de ésta de solicitar un certificado médico acerca de la salud mental de la testadora; y un largo etcétera.
El tribunal actuante los rechazó uno a uno. En opinión de aquél, lejos de haber sido el testamento otorgado en un acto de arrebato, fue una decisión pensada y elaborada con antelación. De hecho, el tribunal recordó que su autora lo había escrito de su puño y letra, y entregado a la escribana 15 días antes del otorgamiento; así lo ratificó una pericia caligráfica ordenada por la Justicia. Haciendo gala del más amplio sentido común, el tribunal expresó que jamás un testamento es dictado el día de su otorgamiento, sino que el detalle de los bienes y personas involucradas se proporciona al escribano autorizante anticipadamente.
En suma, el Tribunal ratificó la plena vigencia del testamento, por entender que los impugnantes no lograron cumplir con la carga de la prueba que sobre ellos recaía: probar que la testadora no estaba en el cabal uso de sus facultades al momento de expedir el testamento.