En tiempos de lenguaje inclusivo y de viralización de toda clase de escenas, las bromas en el lugar de trabajo pueden ser fuente de serios problemas. El caso que hoy nos convoca es un buen ejemplo.
Aunque los hechos distan de ser claros, todo pareciera indicar que un empleado – de la industria de la construcción – tenía por función cargar mercadería en un camión. En cierta oportunidad, y en tren jocoso, el funcionario pretendió hacer una chanza a sus superiores: sin autorización del encargado, colocó en el camión una caja de mercadería que no correspondía que lo hiciera. Para colmo, la caja no tenía la debida identificación.
La reacción no pudo haber sido peor: el jefe interpretó que el funcionario había intentado hurtar la caja. La discusión fue subiendo de tono, hubo amenazas de llamar a la Policía, y el funcionario presentó renuncia. Al poco tiempo, demandó judicialmente el pago de la indemnización por despido, esgrimiendo que la renuncia le había sido “arrancada” bajo severas amenazas.
El caso llegó al Tribunal de Apelaciones del Trabajo (“el Tribunal”) que rechazó el planteo del empleado. Razonando con toda lucidez, el Tribunal expresó que si la empresa demandada había agregado la carta de renuncia firmada, tocaba al actor – el empleado – destruir la eficacia probatoria de esa carta.
En opinión del Tribunal, el empleado no cumplió con su carga probatoria porque ningún testigo dijo presenciar coacción alguna. Sostuvo el Tribunal que si bien la renuncia bien pudo haber sido emitida en un momento de inseguridad (ante el cuestionamiento de sus superiores a raíz del episodio de la caja), esa renuncia no evidenciaba coacción; más bien, cierto apresuramiento a la hora de tomar la decisión de dejar la empresa, en lugar de aguardar la eventual sanción de ésta.
Por eso, pocas veces tan cierto aquello de que la impaciencia es la madre de todos los pecados.